A veces al recordarlo no
veía claramente su color, pero enseguida me vino a la memoria, era
el mismo que imperaba en muchos de los detalles de la ciudad.
El guardia se plantaba en
medio del cruce de la calle principal,visto desde la distancia que el
tiempo otorga ahora, lo contemplo como a uno de esos muñecos que
todavía puede que encuentres en alguna destartalada tienda de
souvenirs, llevaba guantes blancos, un salacof del mismo color y un
uniforme azul marino.
Muchas veces me quedaba
absorta mirando a aquellos guardias en medio de la circulación,como
auténticos directores de orquesta, organizando el trafico y dando la
orden de parar o pasar.
Del mismo color que
vestían aquellos guardias era el de aquel autobús, azul y blanco.
Subirse en el era una
aventura fascinante y que creaba adicción, se hacia corto el
trayecto y siempre te quedabas con la sensación de querer mas.
Viajar en él era
divertido, distinto, un regalo que me brindaba ilusión y emoción...
esperarlo en la parada de la Avenida era como deshojar una margarita,
"¿vendrá, no vendrá? ¿cuál será el que llegue, el normal o
el mas alto?"...
A lo lejos se divisaba
cómo se acercaba, alto, imponente, como una carroza real....de dos
pisos.
En cuanto paraba saltaba
dentro casi en volandas, y por su escasa escalera de caracol subía
al cielo, al cielo de la segunda planta de aquel trolebús urbano.
Alguna vez intenté dar
mas de una vuelta, pero el revisor andaba atento y no resultaba fácil
distraerlo.
El viaje en el era
reconfortante y divertido. "Delante ¡¡delante!!", les
decía a mis amigas... "¡Así parece que lo conducimos
nosotras!".
Las ramas de algunos
arboles rozaban las ventanas, podías contemplar sus copas desde
arriba, como un saludo espontaneo y cálido.
Muchas eran las veces en
que alguna chispa se escapaba de sus antenas, que se deslizaban por
unos cables que estaban en lo alto.
El suelo era de madera,
los asientos, cómodos de sky, no entendía a la gente que se quedaba
abajo, como si nada, en esa planta que podría tener cualquier
autobús, triste y corriente... pudiendo disfrutar de las emociones
de viajar cerca del cielo, ¡ casi tocándolo!
La liturgia por desgracia
no era diaria, pero quizás era mejor así, se hacia aun mas
delicioso subirme al trolebús de mis anhelos, en el me sentía
diferente, fuerte, casi poderosa desde esas alturas, dominando el
horizonte de las calles por donde pasaba.
Allí me olvidaba de
todo, de mis cuatro ojos con los que mis compañeros de clase me
daban tanto la lata, de los sapos que besaba y que jamas se
convertían en príncipes y que tantas lagrimas me robaban, de mis
miedos, de mis carencias... En sus alturas todo era distinto, una
dimensión diferente, el recreo del alma, mi escape a otro mundo
mejor.
Parece que el destino
siempre se empeña en privarte de aquello que te hace feliz, y un día
dejo de venir, por mucho que mirase una y otra vez a lo lejos en la
distancia ya no apareció. Me parecía verlo como un espejismo, pero
no, ya no lo vi más...
Pregunté, busqué, fui a
otras paradas lejanas que no conocía, todo fue inútil.
Decidí ir a la cochera,
tampoco allí…. Seguí buscando y finalmente lo encontré cerca de
las vías del tren, no lejos de los otros garajes donde antes dormía.
Muchos de sus cristales
estaban rotos, estaba sucio, descolorido, desterrado... con las
puertas descolocadas, casi caídas. Me asomé, y tímidamente, con
temor, me encaramé a él. Ya no era el mismo, sin gente, sin luz,
quizás sin alma. Quedaba alguno de los guardamonedas, rotos,
pintarrajeados... Se había convertido en un basurero, billetes
viejos pisoteados, periódicos estrujados y latas roñosas.
Subí a la parte de
arriba y me senté, pero esta vez lo hice en los últimos asientos,
seria mi despedida... lloré y le conté lo importante que había
sido para mí, y por supuesto que le echaba de menos, que la ciudad
ya no era la misma sin él, sin aquel chisporrotear de sus antenas,
sin ese piso desde donde yo conducía sin volante, sin frenos ni
bocina, sin miedo a nada y con las alas de la valentía y la ilusión.
Ahora estaba allí,
magullado, abandonado, pero seguía en pie, incluso con sus ruedas
deshinchadas pero en su lugar, los retrovisores cuarteados. Los
parabrisas eran su única parte intacta, el volante casi rozando el
suelo, y las moscas que entraban y salían por los huecos de sus
ventanas.
No sé cuánto tiempo
pase allí recordando aquellos momentos vividos en él, que de pronto
se hicieron tan lejanos.
Comenzó a llover, no
podía ser de otra manera, y muchas de las gotas de lluvia llorosa
entraban y se estampaban en aquel suelo polvoriento de madera casi
podrida... y dejaban su huella húmeda que olía a polvo y abandono.
Sorprendí a un gato que
corrió a cobijarse junto a la escalera. Aquella que yo subía casi
sin rozarla, ahora le servía de gatera, por lo menos no era la suya
una soledad absoluta. Gatos, pájaros e insectos eran ahora sus
nuevos viajeros, unos viajeros sin destino, sin parada final.
No podía consentir que
aquello terminara de aquella manera. Tenía que hacer algo, pedir
ayuda.
Mi mirada se perdía por
los árboles que divisaba desde la ventana de mi clase de
matemáticas.
Comencé entonces a
escribir apresuradamente, ajena a todo lo que me rodeaba. La carta
iba dirigida al alcalde, suponía que si le trasmitía mis autenticas
razones no tomaría cartas en el asunto, así que le hable de lo
interesante que podría resultar rehabilitar aquel trolebús, pues
seria una forma de ahorrar, ya que en él se podía transportar al
doble de gente por mucho menos gasto que en dos autobuses
individuales de gasoil, también le hable del encanto que perdía la
ciudad sin su presencia y mil razones más.
Jamás obtuve
respuesta... y me tuve que acostumbrar a vivir sin él. Se fue
alejando de mi, lo fui olvidando, poco a poco...
Después parece ser que
me hice mayor, les hable a mis hijos de aquel trolebús, y de su
triste final, y de forma inesperada e inexplicable, llego a mí la
existencia de un museo de ferrocarriles en una población cercana. No
dejé pasar tiempo, puede que en aquel mausoleo de trenes y vehículos
de masas pudiera encontrarlo, ya que un día se lo llevaron de aquel
retiro cerca de las vías del tren y las antiguas cocheras.
Y como un viejo amigo que
viene del pasado a saludarme, apareció ante mí. Lo note extraño,
con un olor a pintura reciente. Fue una mezcla de sensaciones, por
una parte alegría, además me volvería a subir a él, a aquel lugar
mágico donde el tiempo se paraba y en donde todo lo veías mejor.
Ahora era como ver a un
animal disecado, inmóvil, lustroso y limpio, pero sin vida... Mi
escape, mi fantasía, mi refugio cerca del cielo.
Que bonito relato Carolina, parece mentira como podemos tener sentimientos hacia las cosas, como si estuviesen vivas y sintiesen, que hasta te da pena tirarlas.
ResponderEliminarEscribenos muchas cosas que ya sabes que me gusta mucho leerte.
Gracias Maria,me ilusiona mucho que me sigas en este laberinto particular,me alegra que te haya gustado el relato del trolebus de mi infancia...bssss
ResponderEliminarCuántas pérdidas deja el paso del tiempo... Y qué irrecuperables... Un beso.
ResponderEliminarSi,eso lo viví intensamente...y fue la primera vez que pedí algo,y me di cuenta que pedir no sirve de nada.
ResponderEliminarbssss
Conocí y amé a una persona de la que tienes noticia en 22 lineas manuscritas, que me decía habitualmente "¡Ay niño, que miedo saber tanto¡", yo no le entendía entonces, ahorá sí...
ResponderEliminar¡Qué miedo, querida Carol, echar tanto de menos! En cualquier caso es un placer poder ir a verle ¡¡¡con sus retrovisores intactos!!!
Un beso.
Leyendo tú relato, he acordado yo del coche de línea que todos los día llegaba a la plaza del pueblo de mi madre… fueron muchos veranos los que pasé allí, y todos días iba a esa plaza a esperarlo y verlo pasar o parar, me sentaba en la puerta de lo que fueron en tiempos las escuelas. Uno de aquellos veranos ya no lo vi pasar, la línea no era rentable ¡los recortes, no sólo son cosa de ahora!
ResponderEliminarUn bonito homenaje a ese refugio.