martes, 31 de julio de 2012

Mi refugio cerca del cielo


A veces al recordarlo no veía claramente su color, pero enseguida me vino a la memoria, era el mismo que imperaba en muchos de los detalles de la ciudad.

El guardia se plantaba en medio del cruce de la calle principal,visto desde la distancia que el tiempo otorga ahora, lo contemplo como a uno de esos muñecos que todavía puede que encuentres en alguna destartalada tienda de souvenirs, llevaba guantes blancos, un salacof del mismo color y un uniforme azul marino.

Muchas veces me quedaba absorta mirando a aquellos guardias en medio de la circulación,como auténticos directores de orquesta, organizando el trafico y dando la orden de parar o pasar.

Del mismo color que vestían aquellos guardias era el de aquel autobús, azul y blanco.

Subirse en el era una aventura fascinante y que creaba adicción, se hacia corto el trayecto y siempre te quedabas con la sensación de querer mas.

Viajar en él era divertido, distinto, un regalo que me brindaba ilusión y emoción... esperarlo en la parada de la Avenida era como deshojar una margarita, "¿vendrá, no vendrá? ¿cuál será el que llegue, el normal o el mas alto?"...

A lo lejos se divisaba cómo se acercaba, alto, imponente, como una carroza real....de dos pisos.

En cuanto paraba saltaba dentro casi en volandas, y por su escasa escalera de caracol subía al cielo, al cielo de la segunda planta de aquel trolebús urbano.

Alguna vez intenté dar mas de una vuelta, pero el revisor andaba atento y no resultaba fácil distraerlo.

El viaje en el era reconfortante y divertido. "Delante ¡¡delante!!", les decía a mis amigas... "¡Así parece que lo conducimos nosotras!".

Las ramas de algunos arboles rozaban las ventanas, podías contemplar sus copas desde arriba, como un saludo espontaneo y cálido.

Muchas eran las veces en que alguna chispa se escapaba de sus antenas, que se deslizaban por unos cables que estaban en lo alto.

El suelo era de madera, los asientos, cómodos de sky, no entendía a la gente que se quedaba abajo, como si nada, en esa planta que podría tener cualquier autobús, triste y corriente... pudiendo disfrutar de las emociones de viajar cerca del cielo, ¡ casi tocándolo!

La liturgia por desgracia no era diaria, pero quizás era mejor así, se hacia aun mas delicioso subirme al trolebús de mis anhelos, en el me sentía diferente, fuerte, casi poderosa desde esas alturas, dominando el horizonte de las calles por donde pasaba.

Allí me olvidaba de todo, de mis cuatro ojos con los que mis compañeros de clase me daban tanto la lata, de los sapos que besaba y que jamas se convertían en príncipes y que tantas lagrimas me robaban, de mis miedos, de mis carencias... En sus alturas todo era distinto, una dimensión diferente, el recreo del alma, mi escape a otro mundo mejor.

Parece que el destino siempre se empeña en privarte de aquello que te hace feliz, y un día dejo de venir, por mucho que mirase una y otra vez a lo lejos en la distancia ya no apareció. Me parecía verlo como un espejismo, pero no, ya no lo vi más...

Pregunté, busqué, fui a otras paradas lejanas que no conocía, todo fue inútil.

Decidí ir a la cochera, tampoco allí…. Seguí buscando y finalmente lo encontré cerca de las vías del tren, no lejos de los otros garajes donde antes dormía.

Muchos de sus cristales estaban rotos, estaba sucio, descolorido, desterrado... con las puertas descolocadas, casi caídas. Me asomé, y tímidamente, con temor, me encaramé a él. Ya no era el mismo, sin gente, sin luz, quizás sin alma. Quedaba alguno de los guardamonedas, rotos, pintarrajeados... Se había convertido en un basurero, billetes viejos pisoteados, periódicos estrujados y latas roñosas.

Subí a la parte de arriba y me senté, pero esta vez lo hice en los últimos asientos, seria mi despedida... lloré y le conté lo importante que había sido para mí, y por supuesto que le echaba de menos, que la ciudad ya no era la misma sin él, sin aquel chisporrotear de sus antenas, sin ese piso desde donde yo conducía sin volante, sin frenos ni bocina, sin miedo a nada y con las alas de la valentía y la ilusión.

Ahora estaba allí, magullado, abandonado, pero seguía en pie, incluso con sus ruedas deshinchadas pero en su lugar, los retrovisores cuarteados. Los parabrisas eran su única parte intacta, el volante casi rozando el suelo, y las moscas que entraban y salían por los huecos de sus ventanas.

No sé cuánto tiempo pase allí recordando aquellos momentos vividos en él, que de pronto se hicieron tan lejanos.

Comenzó a llover, no podía ser de otra manera, y muchas de las gotas de lluvia llorosa entraban y se estampaban en aquel suelo polvoriento de madera casi podrida... y dejaban su huella húmeda que olía a polvo y abandono.

Sorprendí a un gato que corrió a cobijarse junto a la escalera. Aquella que yo subía casi sin rozarla, ahora le servía de gatera, por lo menos no era la suya una soledad absoluta. Gatos, pájaros e insectos eran ahora sus nuevos viajeros, unos viajeros sin destino, sin parada final.

No podía consentir que aquello terminara de aquella manera. Tenía que hacer algo, pedir ayuda.

Mi mirada se perdía por los árboles que divisaba desde la ventana de mi clase de matemáticas.

Comencé entonces a escribir apresuradamente, ajena a todo lo que me rodeaba. La carta iba dirigida al alcalde, suponía que si le trasmitía mis autenticas razones no tomaría cartas en el asunto, así que le hable de lo interesante que podría resultar rehabilitar aquel trolebús, pues seria una forma de ahorrar, ya que en él se podía transportar al doble de gente por mucho menos gasto que en dos autobuses individuales de gasoil, también le hable del encanto que perdía la ciudad sin su presencia y mil razones más.

Jamás obtuve respuesta... y me tuve que acostumbrar a vivir sin él. Se fue alejando de mi, lo fui olvidando, poco a poco...

Después parece ser que me hice mayor, les hable a mis hijos de aquel trolebús, y de su triste final, y de forma inesperada e inexplicable, llego a mí la existencia de un museo de ferrocarriles en una población cercana. No dejé pasar tiempo, puede que en aquel mausoleo de trenes y vehículos de masas pudiera encontrarlo, ya que un día se lo llevaron de aquel retiro cerca de las vías del tren y las antiguas cocheras.

Y como un viejo amigo que viene del pasado a saludarme, apareció ante mí. Lo note extraño, con un olor a pintura reciente. Fue una mezcla de sensaciones, por una parte alegría, además me volvería a subir a él, a aquel lugar mágico donde el tiempo se paraba y en donde todo lo veías mejor.

Ahora era como ver a un animal disecado, inmóvil, lustroso y limpio, pero sin vida... Mi escape, mi fantasía, mi refugio cerca del cielo.

6 comentarios:

  1. Que bonito relato Carolina, parece mentira como podemos tener sentimientos hacia las cosas, como si estuviesen vivas y sintiesen, que hasta te da pena tirarlas.
    Escribenos muchas cosas que ya sabes que me gusta mucho leerte.

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  2. Gracias Maria,me ilusiona mucho que me sigas en este laberinto particular,me alegra que te haya gustado el relato del trolebus de mi infancia...bssss

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  3. Cuántas pérdidas deja el paso del tiempo... Y qué irrecuperables... Un beso.

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  4. Si,eso lo viví intensamente...y fue la primera vez que pedí algo,y me di cuenta que pedir no sirve de nada.
    bssss

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  5. Conocí y amé a una persona de la que tienes noticia en 22 lineas manuscritas, que me decía habitualmente "¡Ay niño, que miedo saber tanto¡", yo no le entendía entonces, ahorá sí...
    ¡Qué miedo, querida Carol, echar tanto de menos! En cualquier caso es un placer poder ir a verle ¡¡¡con sus retrovisores intactos!!!
    Un beso.

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  6. Leyendo tú relato, he acordado yo del coche de línea que todos los día llegaba a la plaza del pueblo de mi madre… fueron muchos veranos los que pasé allí, y todos días iba a esa plaza a esperarlo y verlo pasar o parar, me sentaba en la puerta de lo que fueron en tiempos las escuelas. Uno de aquellos veranos ya no lo vi pasar, la línea no era rentable ¡los recortes, no sólo son cosa de ahora!
    Un bonito homenaje a ese refugio.

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